“Con las nuevas técnicas de neuroimagen podríamos detectar los primeros pasos de una enfermedad neurodegenerativa 15 o 20 años antes de que pudieran observarse síntomas y ese adelanto dará tiempo para que las terapias sean mucho más eficaces”. Para el doctor Adolfo López de Munain, la visualización mediante imagen y las técnicas de biomarcadores ya permiten, y permitirán aún más, discernir mejor los procesos patológicos del cerebro de su situación de normalidad. Este camino posibilitará progresos en la prevención de enfermedades que hoy nos parecen inabordables, como ocurre con muchas neurodegenerativas. Son algunas de las esperanzadoras opiniones vertidas por el director científico del en la extensa entrevista concedida a AULA de FARMACIA.
Por referencia de los compañeros psiquiatras, sí es cierto que una vez pasado el momento álgido de la pandemia vemos que ha trastocado los hábitos laborales y de socialización de las personas y, evidentemente, hay más pacientes y quienes tenían patologías psiquiátricas han sufrido más. Ha sido un gigantesco experimento social del que estamos viendo las consecuencias; lo que cuentan es que, efectivamente, ha habido un empeoramiento de la salud psíquica en general como observamos en una serie de parámetros indirectos: aumento de tasas de suicidios, más anorexias nerviosas en adolescentes, roces de socialización en el entorno escolar… El cambio en los estilos de vida con periodos de confinamiento o restricciones de movilidad o de socialización nos ha impactado. Es lo que percibo y los psiquiatras confirman.
Se observan problemas en todos los estatus. Por un lado, tenemos a los mayores que no han podido socializar, personas con mala condición de salud o física, o personas que tenían sus sitios de relación, sus viajes de ocio, etc., que ahora han visto cancelados. Por otro lado, está el miedo; durante una parte importante de la pandemia vivimos con miedo, sin la vacuna; vivíamos con la foto fija de la mortalidad de la primera ola que se llevó por delante a miles de personas, generalmente mayores. Lógicamente, las personas mayores han vivido con temor, con calma, pero con gran sensación de temor. De hecho, como respuesta sus tasas de vacunación han sido espectacularmente altas.
En el otro extremo de la población teníamos a gente joven que de alguna forma y viendo cómo era la incidencia, no se sentían especialmente concernidos y han llevado mal las restricciones de movilidad y socialización, provocando que en las diferentes olas hayamos visto a gente saltándose todo tipo de confinamiento, conductas de riesgo, etc., incluso en actitud desafiante a las reglas propuestas que, tal vez, es cierto, no siempre guardaban coherencia entre ellas.
Cierto, vivimos en una sociedad un poco infantilizada, en la que casi todas las necesidades están cubiertas para buena parte de la población, aunque no todo el mundo tenga asegurados sus mínimos vitales, incluso en esta sociedad opulenta. En ese contexto, cualquier cosa, incluso banal, que no conseguimos nos produce frustración y a veces motiva conductas infantiles, una especie de pataleta. En este contexto, nos hemos quedado en la anécdota.
Hemos pasado, en un santiamén, de los aplausos a los sanitarios a la queja permanente, porque las listas de espera han aumentado, a pesar de saber que el sistema sanitario se ha endeudado gastando una cantidad impresionante de dinero para paliar los efectos, poniendo recursos a disposición del personal sanitario para poder atender la pandemia; recursos que salen de algún sitio. Por eso, percibo conductas infantiles.
En comparación, vemos todos estos días a personas que han perdido sus casas tras un bombardeo y que su vida se ha ido al garete, expresándose con mayor dignidad que aquí ante un conflicto grave e importante con alta mortalidad, pero que no ha dislocado de manera tan sustancial como una guerra la vida de las personas. No son conflictos comparables, pero la madurez de las sociedades para enfrentar los problemas se nota en estas situaciones.
Vivimos en una sociedad llena de adicciones y parte de la frustración de muchos es no poder satisfacer todas esas adicciones. Uno de los elementos demostrados estadísticamente es que cuando se hizo el primer confinamiento estricto se incrementaron de forma notable, además de la compra de papel higiénico que requeriría un estudio sociológico ad hoc, las ventas de alcohol. Tenemos una sociedad que no solo gusta de alternar, sino de hacerlo con alcohol, y que buscaba en el alcohol el sustituto a la socialización que en ese momento no podía hacerse; es preocupante.
Ha habido una eclosión de problemas de salud, como anorexia nerviosa, probablemente algunos incrementos de conductas adictivas cuando había acceso posible a la droga, porque hubo un periodo muy corto, pero significativo, donde era más difícil de encontrar determinados tóxicos ilegales.
No tengo noticias de que el sistema haya recibido durante la pandemia un mayor número de personas bajo síndrome de abstinencia, lo cual quiere decir que los niveles de consumo, a pesar de la ruptura de los conductos habituales de suministro, se pudieron mantener. Hay un indicador que mide la cantidad de droga utilizada por los restos que existen en nuestros ríos y no se ha modificado muy sustancialmente, salvo en momentos muy puntuales del confinamiento estricto del 2020, lo cual quiere decir que los hábitos, tal vez por canales diferentes, se mantienen.
Le voy a dar la opinión casi más como ciudadano que como neurólogo o psiquiatra. A mi juicio el suicidio sigue siendo un tabú, lo ha sido en todas las sociedades y verdaderamente es una epidemia. Es la principal causa de muerte entre los jóvenes, al margen de los accidentes de tráfico; además, deja una secuela permanente en el entorno familiar, porque la pregunta que subyace es qué no hemos hecho o hemos hecho mal o si algo que podríamos haber evitado no lo hemos hecho. La misma duda que queda también en el sistema sanitario, entre los profesionales que han podido tener una relación con el paciente y no han sabido prever la situación de pérdida.
Espero que se preste más atención a esas personas que realmente creen que su vida no merece la pena y desean suicidarse. Se ha incrementado la visibilidad del problema, pero es insuficiente; se requiere no solo verlo, sino poner los medios para de alguna manera afrontar esta realidad, lo que requiere el reforzamiento de los dispositivos asistenciales, tanto de los urgentes, como de los de seguimiento.
Ahora vemos más y más frecuentemente enfermedades que antes eran minoritarias. Aclaremos que solo existen los enfermos, porque la enfermedad es cómo denominamos una determinada constelación de síntomas o una etiología o ambas cosas a la vez. La enfermedad de Alzheimer ya existía mucho antes de ser nombrada, lo que ha cambiado nuestra percepción de ella; porque muchas de estas enfermedades, las neurodegenerativas en concreto, son patologías en las que, salvo un pequeño porcentaje estrictamente hereditarias en unos pocos pacientes, en las demás personas son enfermedades con varios factores, como el estilo de vida, también los genes, pero sobre todo el envejecimiento.
La pirámide poblacional ha cambiado, porque en un siglo la esperanza de vida ha pasado de 40 años a más de 80, y las enfermedades que ya existían, pero se manifestaban poco porque la gente moría antes, son hoy patologías más presentes. Ahora tenemos una mayor percepción de su incidencia y, sobre todo, del impacto social que causan en las familias y en los sistemas sociosanitarios, pues requieren una cantidad importante de recursos, humanos y técnicos.
Soy optimista, porque ya empezamos a ver en las sociedades occidentales avanzadas los frutos de programas de prevención sobre los factores de riesgo vascular –tabaquismo, hipertensión, diabetes, sedentarismo–, con un pequeño enlentecimiento y estabilización del número de casos.
El control en etapas intermedias de la vida de factores de riesgo para enfermedades neurodegenerativas y de manera singular para el alzhéimer, seguramente condicione una disminución de la incidencia de estos casos. Aunque el incremento del número de personas añosas hace inevitable que en números absolutos sigan aumentando. Siendo tantas los mayores de 85 años, aunque seamos capaces de diagnosticar y prevenir, el número total de afectados seguirá al alza.
Es la doble visión, la optimista, porque la sociedad va conociendo qué cosas son perjudiciales en cuanto a la dieta, el alcohol, etc., y esto tiene un impacto positivo sobre la incidencia de estas enfermedades; pero, por otro lado, la pesimista es la asociación de estas enfermedades con el envejecimiento, lo que hace que si no encontramos un antídoto para el propio envejecimiento, que sería una estrategia terapéutica más, no veremos una reducción sustancial del número de casos.
Soy bastante optimista, porque mirando hacia atrás veo que vamos superando ciertas enfermedades o al menos construyendo el corpus teórico que nos permiten ciertos tratamientos eficaces. Me plantea dos enfermedades muy diferentes. La esquizofrenia es crónica y de aparición precoz teniendo factores genéticos implicados, pero no es monogénica, mientras que la corea de Huntington es una enfermedad extraordinaria rara y sí hereditaria. En las de carácter hereditario el desarrollo de terapias génicas permitirá o bien intentar la sustitución del gen defectuoso o la corrección de las consecuencias de ese gen defectuoso.
El sistema nervioso es un lugar privilegiado porque está aislado del resto del organismo y esto es una dificultad para que estas terapias génicas alcancen el sistema nervioso central, se utilice un vector vial o una nanopartícula, pero se avanza en algunas. Lo malo es que en muchas de ellas la evolución de la enfermedad ya ha producido deterioros estructurales que una terapia génica que corrigiera los defectos genéticos podría estabilizar o ralentizar el avance, pero no recuperar lo ya perdido.
Sí. Deberíamos dar un salto hacia una terapia regenerativa capaz no solo de reparar el daño causado, sino también de restaurar las consecuencias del daño. Necesitamos terapias de tipo integral que además de eliminar la causa reparen los daños estructurales ya causados. Aunque hoy día nos daríamos con un canto en los dientes si tuviéramos terapias que reparasen el daño genético, porque no proseguiría la evolución o se retrasaría el curso de la enfermedad. Ante esto, para ciertas enfermedades, tanto infantiles como neurodegenerativas de la vejez, en los próximos años el reto será hacer un diagnóstico precoz que permita aplicar la terapia también precozmente, antes incluso de los síntomas evidentes.
Efectivamente es una frontera, no la única. Es un órgano complejo, no accesible de forma fácil y el único capaz de pensar sobre sí mismo. Seguramente es el órgano que nos ha situado donde estamos en la escala evolutiva; no digo que estemos en la cúspide en todo, en algunas cosas sí; en otras, no. Pero en él radica el control de la interacción con el ambiente y con nuestro medio interno.
Desde el punto de vista de futuro, uno de los avances más importantes y que seguirá avanzando, es la revolución de la imagen; ser capaces de visualizar in vivo el funcionamiento del cerebro con distintas tecnologías, tanto en normalidad como en enfermedad. Esto nos permite comparar la eficacia de nuestras actuaciones.
La carrera empezó con los rayos X, continuó con el TAC, la resonancia magnética nuclear y con el desarrollo de técnicas de biología molecular, como el PEC o la resonancia funcional u otras como la autogenéticas y algunas más novedosas que llegarán. Esta capacidad de poder visualizar la situación metabólica, estructural y funcional del cerebro nos está permitiendo caracterizar cada vez mejor las enfermedades y entender con mayor precisión si las medidas terapéuticas que empleamos van a ser eficaces.
Con estas y nuevas técnicas de neuroimagen podríamos detectar los primeros pasos de una enfermedad neurodegenerativa 15 o 20 años antes de que se aparecieran síntomas y ese adelanto dará tiempo para que las terapias sean mucho más eficaces. La visualización mediante imagen y las técnicas de biomarcadores nos permite, y permitirá aún más, discernir mejor los procesos patológicos del cerebro de su situación de normalidad; es lo que nos ha traído hasta aquí. Es el camino que permitirá progresos en la prevención de enfermedades que hoy nos parecen inabordables, como muchas neurodegenerativas.
En primer lugar, la vacuna COVID-19 ilustra el triunfo de la ciencia cuando existe cooperación internacional en un interés genuino para abordar un problema común. Exactamente lo contrario a la guerra inaudita que hoy sufrimos. Cuando los países colaboran para producir vacunas, aunque fallen flecos como es su reparto justo por el mundo, es el triunfo de la ciencia frente al desconocimiento.
En segundo lugar, parte de las vacunas empleadas están basadas en el RNA mensajero como sistema novedoso, cuyo mecanismo induce que las vacunas produzcan inmunidad; el mismo RNA de importancia vital para algunas enfermedades genéticas, generando inmunidad con su parte buena y su parte mala. Porque nos dice que determinadas estrategias terapéuticas, si las utilizamos en enfermedades neurodegenerativas, probablemente tengamos que cuidarnos de no generar inmunidad de esas vacunas terapéuticas frente a determinadas enfermedades.
En cuanto a otras terapias avanzadas, la COVID-19 ha supuesto un parón de investigación durante dos años, pero también ha supuesto un caudal de nuevos conocimientos sobre la influencia que una infección viral puede tener sobre el funcionamiento del organismo. De hecho, algunos síntomas presentes en pacientes postCOVID ahora los vemos de forma masiva y son bastantes parecidos a los síntomas de pacientes que llevan renqueando por nuestras consultas hace décadas, por ejemplo, con fatiga crónica o fibromialgia.
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